Cuidar la salud mental podría parecer una labor individual: no lo es. Es cierto, existe una tarea personal importante de tomar consciencia y asumir la propia existencia. Salud mental es atendernos desde la bondad, en lugar de ignorarnos, sucumbir a las autoindulgencias o sobreexigirnos. Kristin Neff propone que si vamos a volver esa mirada bondadosa hacia nosotros mismos, debe ser desde la compasión, entendiéndola como aceptarnos con amabilidad, reconocer nuestra humanidad común -en lugar de aislarnos- y tener el ejercicio constante de vivir en el presente, a través de centrarnos desde el propio cuerpo. Salud mental es ser en el mundo, desde esa bondad interconectada, a partir de un cuerpo que se reconoce como medio y que requiere cuidado y mantenimiento para abrazar la vida.
Max Ehrmann decía en su desiderata:
Sobre una sana disciplina,
sé benigno contigo mismo.
Tú eres una criatura del universo,
no menos que los árboles y las estrellas,
tienes derecho a existir (…)
Pues sí, partimos de obviedades, pero que de pronto hacen falta: no hay que ganarse el derecho a ser, ya somos. Sin embargo, somos en un mundo de multitudes invisibles: un mundo que no reconoce a las personas y que se rige por el imperativo de producir para tener -dejando de lado el ser-. Existir es solo un molesto efecto secundario entre una y otra. La salud mental vista como una tarea individual («quien quiere, puede») se mantendrá como un privilegio al que solo unas cuantas personas puedan tener acceso. Ser en el mundo y hacer visibles a todas las personas que son con nosotros, en medio de sistemas y estructuras desiguales, violentas y traumáticas, es todo un acto de resistencia.
Bueno, la cosa es que somos. A veces somos anestesiados, porque no nos gusta aceptar que somos tristes y en muchas ocasiones somos con furia. También somos con ternura y somos con miedo. Y podemos ser con gran gozo. Me encanta cuando Kaethe Weingarten, en su libro Common Shock, menciona una velada en la que su equipo de trabajo, tras atender situaciones de violencia extrema, tuvo que hacer una parada en una ciudad y pudieron ir a cenar, divertirse y compartir una agradable caminata. Ella describe cómo ellos hicieron esto: caminar, comer y reír, a sabiendas de los grandes males que habían atestiguado. Prosigue narrando cómo las personas luchamos contra esos males porque creemos que sí existe una vida de paz, en la que es posible el gozo, la risa y compartir honestamente entre amigos. Y creemos que esa vivencia debería ser para todos. Quienes trabajamos preguntándonos cómo responder a las injusticias de nuestro tiempo, a veces sentimos culpa cuando nos descubrimos experimentando y compartiendo el gozo. Gozar es recuperar la esperanza de lo que deseamos para nosotros mismos y para los demás. Kazu Haga insiste en que seamos intencionales en sanar, ya que cambiamos el mundo y sus sistemas, no con nuestras heridas, sino con nuestras cicatrices.
Salud mental: reconciliación intra-subjetiva
Salud mental es experimentar ese ser incondicional. Marcela Lagarde, desde la teoría del género y refiriéndose a nosotras las mujeres, habla de la soledad como recurso metodológico en su conocida columna Soledad y Desolación: “La autonomía pasa por cortar esos cordones umbilicales y para lograrlo se requiere desarrollar la disciplina de no levantar el teléfono cuando se tiene angustia, miedo o una gran alegría porque no se sabe qué hacer con esos sentimientos, porque nos han enseñado que vivir la alegría es contársela a alguien, antes que gozarla. Para las mujeres, el placer existe sólo cuando es compartido porque el yo no legitima la experiencia; porque el yo no existe.”
La soledad como recurso metodológico nos invita a sanar, a crecer, a sentir y a recuperar el gozo de ser. Permitirnos esa aceptación de la vida a veces nos confronta con heridas profundas. No pocas veces necesitaremos apoyo terapéutico en ese camino de autodescubrimiento. ¡Qué gran regalo si podemos compartir esa travesía con una guía especializada que nos ofrezca aliento! Y esa reconciliación personal atraviesa también el sanar el cuerpo, que es el más maravilloso instrumento que tenemos. Cuidar la salud mental es atenderlo: nuestros cuerpos necesitan aire, descanso, juego, nutrientes y silencio. Desconectarnos del frenesí de luces blancas y listas infinitas de pendientes podría ayudarnos a re-conectar con nosotros mismos: la salud mental está ahí, adentro. Empieza por existir desde el yo y que en esa relación intra-subjetiva se cultive bondad, conexión y corporalidad. Pero la salud mental no puede, no debe quedarse en ese imperativo individual.
Salud mental y comunidad: ampliando el enfoque
Nuestros sistemas son adversos y se discute que los trastornos del estado de ánimo bien pueden ser dolorosos intentos de adaptarnos a la adversidad (condiciones inhumanas de trabajo, individualismo, falta de sentido, indiferencia política, impotencia ante problemas circundantes). Si nos convencemos de que atender la salud mental es que cada persona, por sí sola, vea cómo hacer «para sentirse mejor», nos estamos engañando. Bien lo mencionan Syme y Hagen, si se nos quiebra un hueso y nos duele, está bien que tomemos algo para el dolor, pero el dolor no es el problema: hay que restaurar el hueso.
Ubuntu: «soy porque somos». Cuidar la salud mental propia es abrirnos a la consciencia de las necesidades de nuestros semejantes y trabajar en su respuesta. No desde la caridad, sino desde el reconocimiento de nuestra interdependencia. Todos somos nosotros. Quienes trabajamos por la cultura de paz creemos firmemente en el valor de construir comunidad y sabemos que las comunidades sanas son las que interconectan a personas reflexivas, conscientes y fuertes. Son muy peligrosas las comunidades en las que las personas no saben, o quizás olvidan quiénes son fuera de ella: que se sostienen en entregas irracionales, personas «sacrificadas», una romantización del agotamiento extremo o de la obediencia ciega.
Cierto, luchar a nivel estructural y sistémico por la justicia social significa resistir y gestar alternativas en contra de corrientes culturales muy fuertes: eso requiere esfuerzo, entrega y persistencia. Por supuesto que será extenuante. Pero un activismo que nos arrastre irreflexivamente y que nos explote es sumamente peligroso, por más noble que sea la causa. Desde lo comunitario, necesitamos cultivar culturas (activistas, organizacionales, educativas, políticas, municipales, etc.) que prioricen espacios seguros para que las personas participen, descansen, se eduquen, se relacionen con quienes piensan distinto, jueguen, sean creativas, se cuestionen y reflexionen. Podríamos pensar que no hay tiempo. Eso es ilusorio. La realidad es que nunca hay tiempo: hay que crear ese tiempo.
Restaurar salud mental
¿Y cómo respondemos a las epidemias de trastornos del estado de ánimo y otros trastornos mentales? Con compasión debemos visibilizar y des-estigmatizar el sufrimiento personal y familiar que viene con ellos. Poder compartir nuestras historias y escuchar «a mí también me ha pasado». El impacto de un trastorno psicológico no afecta a la persona sola, tiene ramificaciones en todo su sistema familiar y relacional. Necesitamos repensar la manera médica e individualizada en la que miramos estas enfermedades. En muchas ocasiones puede ser que la atención terapéutica y farmacológica sea necesaria para atender el dolor personal y responder a períodos de crisis, pero nos queda pendiente una tremenda tarea colectiva y cultural: la persona no está deprimida (únicamente) porque su cerebro no funciona bien. La persona con esquizofrenia o trastorno disociativo necesita una red de apoyo. Una mirada individualista hacia la enfermedad mental es miope y podría inclusive incrementar las ya de por sí enormes desigualdades con respecto a los recursos de los que una persona dispone para atender su dolor. ¿Y es acaso sólo su dolor? También es el dolor de su familia, de su pareja, de sus hijos e hijas y de un sistema disfuncional que luego no sabe qué hacer con las personas que no se adaptan a esa disfuncionalidad.
Y necesitamos reconocer que vivir «reventados» y «anestesiados» ha caído en el más trágico absurdo: ¿qué transformaciones necesitan nuestros sistemas para que seamos capaces de recrearnos? Recrearnos y crear, en lugar de solo producir, porque crear nos da sentido: creamos historias, poemas, chistes… creamos la narrativa de nuestra propia vida y eso también nos sana de manera muy profunda. Y recuperar también nuestra vida interconectada en medio de nuestras relaciones de cuido, como parte de ser una sociedad sostenible. Es indispensable para eso continuar involucrando a hombres y mujeres para cuestionar las divisiones de género y la competencia entre trabajo remunerado y familia. Necesitamos reconocer que nuestros roles de cuido hacia nuestros niños, niñas, personas adultas mayores o seres queridos con discapacidad, no son realidades excepcionales, privadas y obstaculizantes. Lo anormal no es que tengamos que cuidar de alguien: lo anormal es un ritmo que pretende que solo quienes no cuidan de nadie puedan llegar «a la cima.» No solo es esto anormal, es antinatural.
Así que sí, la salud mental es una tarea comunitaria para atacar el cáncer emocional que nos está desmoronando, individual y colectivamente: la desesperanza. Es indispensable generar espacios reflexivos en los que las personas puedan participar activamente y expresar lo que piensan y sienten. No solo en la forma de grupos terapéuticos, sino como una manifestación autónoma y colectiva de que se vale ser personas: se vale interactuar y compartir la propia experiencia honesta, solo por el propósito de “ser” juntos y hacernos preguntas a partir de la sabiduría local y contextual sobre cómo responder a los desafíos más apremiantes. Este sentido de pertenencia y de autoeficacia personal y compartida incrementa el bienestar y la salud.
Es ahí, en ese lugar seguro que se cultiva desde lo intra-subjetivo y que florece en la reflexión y empoderamiento comunitarios, que seremos capaces de resistir a la desesperanza, enfrentar la adversidad, permitirnos el «ser» y quizás, solo quizás, sostener y compartir el gozo.