«Haz solo lo mejor que puedas hasta que aprendas más. Y cuando aprendas más, entonces hazlo mejor.»
– Maya Angelou
Este es un post sobre el aborto. Es uno de los temas más escabroso para mí: creo que pocos temas resultan en tanta polarización y la tentación podría ser, «de éste no hablemos». Este es un post sobre lo que he pensado y lo que siento. Existen en el ciberespacio aún vestigios del trabajo que hice sobre el tema hace más de una década con organizaciones explícitamente pro-vida, así que sentí el deseo que existieran allí también mis sentimientos y pensamientos de esta época de mi vida. Lo he hecho por esa única razón, escribir mi opinión.
Hace veinte años habría usado con convicción un pañuelo azul y hoy uso con convicción un pañuelo verde. Entre el pañuelo azul y el pañuelo verde hay elementos comunes: una profunda convicción con que debemos construir un mundo más justo, el imperativo de defender a quienes son más vulnerables, la escucha y la compasión. Y sí, en mi caso, fue precisamente eso lo que me hizo pasar de un pañuelo al otro.
Vamos por partes: este tema tiene que ver con religión. Mi postura es la siguiente: el patriarcado existe y la religión institucionalizada lo sostiene. Me parece inútil insistir (aunque aprecio a personas que aún lo hacen) en que las instituciones religiosas más importantes del mundo no son machistas. Hay personas que trabajan incansablemente en teologías liberadoras, feministas y descolonizadoras. Hacen un trabajo de gran valor. He concluido que, aunque loables, no representan a la institucionalidad imperante y no influyen en ella de manera significativa. Para mí, este conflicto de consciencia se volvió insostenible y yo decidí separar mi vida, mi espiritualidad y mi crecimiento personal de la religión institucionalizada. Fue mi decisión y la asumo: el camino de muchas otras personas puede llevarles a decisiones diferentes.
Segundo: el debate sobre el aborto es irreconciliable. Se relaciona con nuestros vínculos más íntimos en nuestra identidad ciudadana: vínculos afectivos, espirituales y políticos. Así que hace mucho tiempo renuncié a la idea de un diálogo conciliatorio en el que «un lado» reconozca «su error» y lleguemos a un consenso. En este tema, eso no es posible y mi intención con este post no es aspirar a consensos, ya que considero que, al menos sobre esto, esa no es una motivación sana.
Tercero: la maternidad es una carga pesada. Y amo profundamente a mis dos hijos: ambas realidades no son mutuamente excluyentes. La maternidad no es el cúlmen de la existencia y no es «el camino al cielo». Reconocerlo implica una serie de duelos con respecto a aspiraciones que muchas mujeres hemos idealizado desde niñas.
Necesito profundizar un poco en este punto: la maternidad tiene experiencias de mucho gozo, crecimiento, amor y aprendizaje. Pero es un compromiso de por vida -¡de por vida!- en una sociedad que a la vez idealiza y abandona a la mujer que es madre. Implica nuestra total responsabilidad afectiva, económica y de crianza para con el hijo o hija. Es nuestro el riesgo y cambio físico del embarazo, la lactancia y las triples jornadas del cuido, en conjunto con el trabajo doméstico y no doméstico. Y sé muy bien que mi vida de privilegio -que es mi punto de partida para sentir y pensar- no representa a la de muchas mujeres. En una sociedad más justa, la crianza, el trabajo doméstico y la responsabilidad afectiva estarían distribuidas entre hombres y mujeres, pero aún estamos a muchas generaciones de vivir en una sociedad así. Ser papá nunca será tan demandante en términos de tiempo, de responsabilidad afectiva e inclusive a nivel económico como ser mamá, aunque espero que todas y cada una de estas responsabilidades se continúen equiparando en la medida que la humanidad avanza y madura.
Eso me lleva a mi premisa principal: la maternidad impuesta es violencia. Para efectos de claridad, para mí la violencia es permitir de forma pasiva o ejercer activamente una fuerza dañina -o potencialmente dañina- contra otra persona sin su consentimiento. Imponer la continuación de un embarazo no deseado es violencia. Permitir pasivamente que personas e instituciones le hagan eso a las mujeres es violencia también.
Ahora bien, mi argumento podría ser usado diferente: podríamos pensar que todo aborto es violencia contra un embrión o feto. Debo entonces establecer mi premisa fundamental: la mujer gestante es más persona que el embrión o feto. ¿Cómo considerar a un embrión o feto como una entidad que, ante la sociedad, se antepone a la mujer en gestación? Hago la nota: para las personas que se adhieren a la creencia de que el ser persona parte del evento de la concepción, mis argumentos no tendrán valor. Según esta creencia, hay un alma eterna, un tipo de sustancia sobrenatural que se inyectó mágicamente en el cigoto al ser concebido. A ese dogma no tengo nada que pueda responder más que lo que ya dije: no es ciencia, es dogma. No es mi intención ser irrespetuosa, pero necesito hacer mi punto lo más claro posible: existimos personas que no creemos en ese dogma. Yo considero que la existencia de la vida y nuestro valor como seres vivos tiene que ver con otros elementos naturales, elementos que nos constituyen como personas, que nos otorgan derechos ante los contratos sociales… y que no inician con la concepción.
Y de ahí, he reflexionado sobre qué nos hace humanos para que un Estado tenga el deber de proteger nuestra vida. Creo que hay tres elementos interdependientes (ninguno funciona solo) que nos hacen personas:
- Consciencia. La experiencia consciente de nuestra propia existencia: un saber que soy. Esto tiene que ver con si podemos o no sentir dolor, con si podemos «saber que somos». Si un embrión de once semanas o un feto de 20 puede o no experimentar dolor, eso no lo sé. La experiencia consciente del sufrimiento es un tema que me perturba muchísimo: reconocer la experiencia de los seres sintientes es parte de reconocer con humildad nuestro lugar en el mundo, en un mundo lleno de dolor y también de gozo y de asombro. Puedo saber con toda certeza que una mujer (o una adolescente, o una niña) puede experimentar muchísimo dolor y trauma ante un embarazo, parto y maternidad impuestos: que ella es consciente de su vida y de su proyecto de vida. No puedo afirmar eso de un feto o embrión. Y aún si pudiera, ¿justifica el decir a una mujer con un embarazo no deseado: no me importa su experiencia, esta será su vida ahora quiera o no quiera? ¿Su dolor es irrelevante en comparación con la experiencia de reflejos prematuros, incapaz aún de autobiografía, del ser en gestación? Ahora, si seguimos esa lógica, hay preguntas bioéticas que surgen: ¿si alguien está en estado de inconsciencia, entonces es menos persona? ¿Somos solo nuestra capacidad de razonar sobre el propio ser? ¿Si puedo quitar la vida de forma indolora a alguien inconsciente, entonces está bien en cualquier circunstancia? ¿Qué significaría eso para personas con alguna condición de discapacidad severa, o en estado de coma, por ejemplo? Las ramificaciones podrían ser atroces. Es por eso que me parecen indispensables los siguientes dos elementos:
- Biografía. Somos personas porque tenemos una historia: la existencia de una biografía, aunque sea solo hilvanando algunas anécdotas, nos hace personas. Hemos vivido experiencias, hemos experimentado el mundo: hemos existido autónomamente en él. Estoy convencida de que una mujer con historia es más persona que el feto que se alimenta de ella. Claro, al tener historia, también tiene defectos, responsabilidades y es imposible de idealizar: es un ser humano. Un embrión o feto, por el contrario, se convierte en un lienzo en blanco para que le idealicemos como queramos (como «angelito», como «alma buena», como «puro y perfecto»). Paradójicamente, ser menos humano, ser esa pantalla para nuestras proyecciones más emocionales, es lo que le confiere mayores derechos. Y eso es parte de lo que hace tentador el defender conceptos abstractos en lugar de personas reales, con nuestra humanidad caótica y compleja. Yo he decidido priorizar a las personas con historia, aunque sus historias a veces me incomoden.
- Red relacional. Somos personas porque tenemos una red de relaciones: A veces son relaciones disfuncionales o distantes, pero nuestras vidas impactan a otras personas y ellas nos impactan directamente. En el caso de un embrión o feto, su única relación directa con la sociedad es con la mujer en gestación. No tiene una red social, un vínculo comunitario, número de identificación, nombre… ¡ni siquiera tiene consciencia de sí mismo! Sin embargo, ella sí tiene un lugar (quizás oprimido o vulnerable, o quizás poderoso y privilegiado) en una comunidad social más amplia. Eso me hace pensar que su voz amerita un lugar primordial en la decisión sobre ser madre o no.
¿Un feto tiene vida? Ciertamente, eso no está en cuestión. ¿Es un organismo aparte? Bueno, son dos metabolismos, esto también es claro, pero uno es absolutamente dependiente del otro: es un parásito, no un bebé. No lo digo con desprecio (aunque las pasiones asociadas al tema pueden hacer que así se me lea. Me apego a las definiciones de la Real Academia Española). ¿Qué inclina la balanza entre un descriptor y otro? El deseo de la madre: ¡sí! ¡Lotería! ¡Ese es el punto esencial! Que lo diga yo, que he vivido y llevado a término dos embarazos.
¿En qué país sería legal, por ejemplo, obligar a una persona a donar sangre a costa de que se le criminalice o encarcele si se rehúsa? ¿O donar un órgano bajo amenaza y repudio social? Pero sí hemos consentido obligar a personas a vivir toda la gestación, el parto y enfrentar el futuro de la manutención permanente a costa de criminalizar a las mujeres. Basta con mirar la situación de mujeres encarceladas en El Salvador. O bien obligarlas a continuar con un embarazo en condiciones que pueden equipararse a la tortura, como los casos costarricenses de Ana y Aurora llevados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Si afirmamos que la compasión y la empatía mueve nuestras posturas, ¿cómo podríamos no leer sus historias? En serio, léanlas, tomen todo el tiempo que necesiten.
Reconozco que entre más avanzado está el embarazo, mayor conflicto, confusión y perturbación genera este tema, ya que las diferencias entre nacidos y no nacidos se van volviendo más difusas: ya se va volviendo un organismo más independiente. No obstante, mal haríamos en evitar la complejidad, la incomodidad y los matices. Este tema no es un todo o nada: la realidad del debate público en América Latina se refiere al aborto libre, seguro y gratuito hasta la semana 14 de gestación (semana 14 de 40). Sí sé (y deberíamos recordar a menudo) que la enorme mayoría de mujeres que contemplan la opción de un aborto lo hacen durante la primera mitad del embarazo, con una mayoría significativa en el primer trimestre. El contemplar un aborto en la segunda mitad de un embarazo a menudo tiene que ver con circunstancias muy dolorosas de drama humano, muchas veces asociadas con aborto terapéutico, no con aborto libre. En estos temas la tendencia de los grupos provida más fundamentalistas ha sido la de criminalizar, juzgar, condenar y castigar a la mujer que vive un embarazo no deseado y que quisiera poder abortar -y que no cuenta con los recursos sociales y económicos para ocultarlo-, lo cual es profundamente machista y clasista. Eso me causa mucha tristeza y una gran indignación.
¿Deberían abortar las mujeres? No. No «deberían». Sí pienso que las mujeres de toda clase, condición socioeconómica y edad deberían tener espacios físicos y emocionales seguros para asimilar un embarazo no deseado, en el que se les brinde apoyo educativo y psicosocial para decidir si continuar con ese embarazo o no. Y aún en las circunstancias más adversas, debería ofrecérseles todo el apoyo para continuar con su embarazo si eso es lo que desean, o para detenerlo si esa es su decisión. Por eso hablamos de derecho a decidir. Es el mismo derecho que tienen las mujeres a no vivir mutilación genital, a no ser esterilizadas sin su consentimiento y a no ser víctimas de violencia obstétrica.
Idealmente, los embarazos no deseados serían experiencias rarísimas, ya que todas las mujeres tendrían control sobre su sexualidad, los hombres asumirían protagonismo en la planificación y anticoncepción, todas viviríamos libres de riesgos de violación, y desde niñas tendríamos información confiable sobre nuestros cuerpos con acceso irrestricto a métodos de anticoncepción. Idealmente, las mujeres aprenderíamos sobre la opción de la maternidad con libertad y alegría, pero sin ensoñaciones de que es para todas, o que es lo que nos hará valiosas para alguien.
Ese mundo aún no existe, así que el aborto seguirá siendo parte crucial de que las mujeres podamos vivir en un mundo más justo, donde defendemos a las personas más vulnerables. No entraré aquí a discutir por qué he llegado a creer que la institucionalidad política y religiosa tiene un interés calculado e inclusive económico en controlar los cuerpos de las mujeres como un territorio de capital político, disfrazado de buenas intenciones. Aún así, sé que muchas personas en contra del aborto tienen intenciones muy compasivas y nobles. Creo que nuestras opiniones, sobre todo si no hemos vivido directamente el fenómeno, deben guiarse por la escucha y la compasión. Sé que las personas más vulnerables en este asunto son las niñas, las adolescentes y las mujeres en todo tipo de condiciones, pero especialmente en las más vulnerables: yo me posiciono en el principio de que ellas son más personas que su estado de gestación. Si defender su dignidad y su humanidad incluye que tengan el poder de interrumpir un embarazo no deseado, me parece justo.
El consenso no será posible, pero quizás una comprensión más amplia de la perspectiva de «esa otra postura» podría ayudarnos de mucho en espacios de escucha en los que las mujeres, especialmente aquellas que viven directamente el fenómeno, deberían tener el protagonismo. Sobre mi experiencia personal al cambiar de una postura a la otra, me ha generado perder amistades. A veces puede sentirse como una traición tribal. Mi paso de un pañuelo al otro ha sido con corazón sincero, sin otra recompensa que serle fiel a mi propia consciencia y a mis principios. En el fondo, de verdad creo que no soy una persona tan diferente. He reflexionado sobre cómo el cambiar de opinión a la luz de conocimientos o sensibilidades nuevas, nos genera tanta vergüenza. Pero haríamos mal en quedarnos inmóviles. Puede ser que yo aún siga movilizándome en esta temática: hay muchísimo que no entiendo. I do know that we need to do better.
…
Posdata: Aquí pongo algunas notas que me llamaron la atención.
Reflexión de Sena Garven, técnica de ultrasonidos. (Está en inglés).
Lexartza, L., Chavez, M., Carcedo, A. y Sánchez, A. (2019). La brecha salarial entre hombres y mujeres en América Latina EN EL CAMINO HACIA LA IGUALDAD SALARIAL. Disponible en: https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/—americas/—ro-lima/documents/publication/wcms_697670.pdf
Sobre el referéndum en Irlanda.