Empiezo por decir que no sé. No sé qué causó directamente la violencia postpandemia en los centros educativos. Es una realidad ineludible: no estamos bien. La lista de posibles motivos es larga y quizás sea una mezcla de varios de ellos. Puedo especular sobre algunos, como el trauma colectivo no resuelto por el COVID, la creciente desigualdad, los sistemas nerviosos hiper estimulados por dispositivos móviles, las enormes limitaciones parentales que enfrentamos las personas adultas que maternamos y paternamos en este siglo amorfo, la constante tensión que dificulta las buenas relaciones entre centros educativos y familias, la violencia sistémica, la educación en crisis, la juventud desesperanzada ante las crisis sociales y climáticas, el aislamiento afectivo de nuestra sociedad individualista, la cultura punitiva y un largo etcétera.
Lo que es claro es que hay un repunte en conductas violentas: tanto externalizantes (violencia hacia afuera) en la forma de pleitos, disrupciones, acoso o agresión como en conductas internalizantes (violencia hacia dentro) en la forma de autolesiones, trastornos de la conducta alimentaria, ideación suicida y comportamientos autodestructivos. Algo está pasando y no es solo en un país o en una única región: el alcance a niños, niñas y adolescentes de muchas latitudes es significativo. Es preocupante. De nuevo, no estamos bien.
Tuve el honor de acompañar esta charla con Luis Mario Martínez sobre EL RETO DE LA VIOLENCIA POSTPANDEMIA A LA EDUCACIÓN PARA LA PAZ, celebrado el 10 de noviembre de 2022. La escalofriante realidad de Guatemala no es lejana a la nuestra.
No saber cómo responder es natural, pero necesitamos responder de alguna manera. Haciendo lo mejor que podemos. Yo seguiré apostando por la justicia restaurativa. Bien lo dijo John Braithwaite: tolerar faltas empeora las cosas, pero irrespetar, humillar, estigmatizar y aislar a quien comete una falta empeora las cosas aún más. Lo que es peor: encarrila a la persona hacia el fenómeno de la delincuencia juvenil, de la autodestrucción o ambas. Necesitamos crear rutas para la responsabilización, la rendición de cuentas, la reparación y la reintegración. Aún más, necesitamos construir o fortalecer un tejido social en lo educativo que soporte estos procesos. Para eso es preciso educar para la paz.
Recabé algunas definiciones de educación para la paz:
- El desarrollo de valores, actitudes y comportamientos en las personas para desincentivar los factores asociados a las manifestaciones de la violencia y el delito (Ministerio de Justicia y Paz, 2016).
- El sistema educativo contribuye al fortalecimiento de las capacidades de las personas estudiantes para que su interacción social implique el respeto a los derechos humanos y a la generación de habilidades que orienten sus acciones hacia la mejora de la comunidad en la que se desenvuelven, sobrepasando las conductas individuales y promoviendo una ciudadanía crítica, activa y propositiva ante los desafíos que se le presentan, aprovechando las oportunidades que la sociedad le ofrece (Xiomara Pessoa, Ministerio de Educación Pública de Costa Rica, en entrevista con la UNESCO, 2021).
Compartimos en redes sociales lo que decía María Montessori: Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz, la gente educa para la competencia y este es el principio de cualquier guerra. Cuando eduquemos para cooperar y ser solidarios unos con otros, ese día estaremos educando para la paz.
Pero, ¿qué significa educar para la paz? En un contexto como el costarricense, la paz se da por sentada como parte de nuestra identidad. En su investigación sobre redes semánticas y cómo niños y niñas escolares costarricenses definen la paz, la Dra. Kathia Alvarado Calderón menciona que las y los niños entienden la paz como «no pelear» o «estar tranquilo». También está el componente activo: cuidar, comportamiento prosocial. Pero desde esta individualización de la paz, se corre el riesgo de eximir de responsabilidad a las instituciones educativas. El centro educativo debe saber enseñar sobre cómo enfrentar y mediar los conflictos, ya que la institución tiene una responsabilidad de velar por la creación de ambientes seguros para las personas menores de edad. Bien dice Alvarado (2021) que no es solo responsabilidad de cada quien procurarse su bienestar ante las conductas violentas del medio escolar.
La paz es un verbo, dicen por ahí. Cultura de paz puede ser una expresión vacía si no se refiere a una construcción activa de ese nuevo imaginario político: esa realidad aún en construcción que rompa con la verticalidad, que apueste por la conexión humana, por la complicidad entre docentes y estudiantes, por una ciudadanía afectiva, participativa, intergeneracional e intencional cuyo propósito sea el fomentar la deliberación entre estudiantes, la participación de TODAS las personas que conforman la comunidad educativa, incluyendo esa comunidad más amplia de familias y la toma de decisiones inclusivas y transparentes, orientadas al bienestar común.
Para mí, formar en ciudadanía afectiva es es apostar por:
- El respeto radical a la dignidad de todas las personas participantes
- Espacios continuos de deliberación respetuosa y participación activa
- Altas expectativas de que cada persona participante se responsabilice por sus palabras y acciones
- Altos apoyos desde un compromiso solidario e inclusivo
- Altos niveles de transparencia de parte de las personas que toman decisiones que impactan a la comunidad
Alguna vez dijo Paulo Freire: «La educación popular es la que, en lugar de negar la importancia de la presencia de los padres, de la comunidad, de los movimientos populares en la escuela, se aproxima a esas fuerzas y aprende con ellas para poder enseñarles también. Es la que entiende la escuela como un centro abierto a la comunidad y no como un espacio cerrado, atrancado con siete llaves, objeto del ansia posesiv del director o la directora, que quisiera tener su escuela virgen de la presencia amenazadora de extraños.”
Creo que a la luz de un siglo en llamas, con una juventud razonablemente escéptica, podríamos apostar por construir comunidad y ciudadanía, por elevar los liderazgos juveniles -liderazgos juveniles inclusivos que no se limiten solo a las personas más elocuentes y extrovertidas-, que nos permitan, desde lo intergeneracional, hablar de una educación para la paz que sea valiente y que se atreva a imaginar nuevos escenarios. No se trata de empezar de cero: hay camino construído en muchos sitios y aunque las iniciativas no sean siempre perfectas, mal haríamos en no buscar cómo conectarnos, como unir esfuerzos en lugar de competir. Al menos en nuestro país, como puede verse en la Ruta para la gestión de la convivencia del Ministerio de Educación Pública o en la página de Poder Juvenil de la Oficina Rectora de Justicia Restaurativa del Poder Judicial.
Tenemos que educar para la paz. Quizás, solo quizás, construir ciudadanía, en lugar de solo reaccionar a la violencia nos ayudaría a navegar esta post pandemia que, aunque no sabemos explicar muy bien y probablemente no sabremos resolver por un buen tiempo, corre el riesgo de hacernos sucumbir al desánimo. Y eso sí que no tenemos derecho de permitírnoslo.
«No te dejes turbar por la enormidad del dolor del mundo. Actúa con justicia ahora, ama la misericordia ahora, camina con humildad ahora. No tienes la última obligación de completar este trabajo pero tampoco estás en libertad de abandonarlo». – El Talmud