La Vergüenza

Una compañera de trabajo me comentaba hoy sobre una decisión laboral muy importante que tiene que tomar. Al referirse a cuestiones éticas que está considerando, usó la expresión «y es que yo me pregunto, como cristiana…» Cuando terminó de hablar, le contesté, «bueno, como sabés, yo de eso de ser cristiana no te puedo hablar mucho, pero…» Ella se rio, me interrumpió y me dijo, «sí, ¡de eso no me podés hablar nada!» Me reí y continuamos nuestra conversación sobre su problema. Yo, sin embargo, me quedé pensando en su reacción y en lo llamativo que ha sido mi proceso de cuestionar la fe, al menos para las personas cercanas. Admito que apasionada he sido siempre, así que es posible que me vean como una persona que disfruta de oscilar entre los extremos. Siento que mi perspectiva ha cambiado, quizás se ha ampliado, en estos años, pero mis principios han sido siempre los mismos. No diré que soy buena para juzgarme a mí misma, pero hay cosas que quizás muchos no tienen en cuenta por la simple razón de que no las saben. Hoy me siento en la necesidad de expresar algunas de esas cosas. Hoy, que los abusos sexuales del Padre Víquez avasallan los titulares.

Nací y crecí en una comunidad cristiana, en la cual participé activamente e hice servicio intensivo con juventud por más de siete años. Trabajé como investigadora y redactora durante dos años para Enfoque a la Familia, una empresa evangélica encabezada en América Latina por Sixto Porras, alguna vez dirigida en Estados Unidos por James Dobson. Salí de ahí con una mala impresión. Luego trabajé por unos cuantos meses en una ONG dirigida por un ex sacerdote. Desde el 2004 colaboraba un par de veces al año con el Seminario Nacional y a partir del 2009, cuando me colegié como psicóloga, comencé a atender seminaristas en psicoterapia. Atendí a varias decenas de seminaristas en procesos cortos en los siguientes cinco o seis años. Sobra decir que conozco el mundo de iglesia desde adentro y que en todas las experiencias antes mencionadas aprendí mucho, conocí gente excelente y también encontré experiencias muy decepcionantes. Pero me sostenía la fe. Esa noción de que «Dios escribe recto en renglones torcidos» y que mi amor a Dios podía ayudarme a tener misericordia de la fragilidad humana.

Alguna vez, un seminarista me comentó lo incómodo que se sentía con el padre Víquez. Me narró cómo el padre le hacía insinuaciones que denotaban un claro interés sexual. Él estaba incomodísimo. Yo hice interconsulta sobre el caso. La respuesta que recibí fue «Lamentablemente, a menos que sean varios seminaristas y con evidencias, si este muchacho denuncia, lo único que va a pasar es que a él lo van a sacar del Seminario». Yo nunca le dije esto al seminarista, simplemente le pregunté qué quería él. Él me dijo que él solo quería estar tranquilo, que no quería volver a interactuar con el padre. No vivían en las mismas instalaciones, eso era una ventaja. Pero sí se escribían por celular. En la terapia, hablamos de ser claro y contundente en su no ante las insinuaciones y cortar el contacto. Por lo que el muchacho me narró en sesiones subsecuentes, el padre entendió prontamente las indirectas y dejó de hablarle y de buscarlo. El seminarista quedó aliviado, pero confundido y por supuesto afectado por la situación. Yo no hice ni dije nada más al respecto. Quizás debí hacerlo, pero no lo hice. Pero esa fue una de las muchas cosas que me fueron haciendo ver que las personas que eran morales y decentes, no lo eran por ser cristianas. Comencé a notar que una cosa no necesariamente estaba relacionada con la otra. A los años, este joven, como muchos otros, abandonó el seminario, no conozco las razones. Hoy siento una vergüenza profunda.

Siento una vergüenza profunda porque yo en algún momento estuve cerca de la verdad de ese hombre. Y lo asumí como un mal necesario, porque la Iglesia es casta et meretrix y porque creí que Dios escribe recto en renglones torcidos. Y ahora veo líderes eclesiales compungidos, dolidos por «el malactuar de algunos», frase a menudo seguida por «pero hay muchos sacerdotes buenos». Siento una rabia callada y profunda cada vez que alguien dice eso. ¿Qué es ser un sacerdote bueno? ¿Servir a la comunidad? ¿Posicionarse políticamente a favor de los más desfavorecidos? Bueno… pero es que esa es la descripción del puesto, nada más ni nada menos. Así que por favor discúlpenme si no les doy un fuerte aplauso por no hacer más que su trabajo. El problema no es si hay «curas buenos», es que los hay perversos. Y que claramente no es una situación esporádica o individual: es un mal colectivo, habilitado estructuralmente. Y no se limita a la Iglesia Católica.

Siento una vergüenza profunda. Un dolor muy grande. Me duele por quienes aman a Dios y a la Iglesia y están haciendo todas las contorsiones posibles para hacerle sentido a lo que está pasando. Me duele porque los entiendo. Porque para mí significó una ruptura irreparable, un camino sin vuelta atrás. Pero entiendo que ese no será el desenlace para muchos de ellos y tendremos que buscar lugares comunes de compasión y de justicia en medio de todo esto. Ah, pero por favor que prevalezca la justicia y la sensatez institucional que no se esconda detrás de la ingenua idea de que esto son excepciones. No lo son. No-lo-son.

Finalmente, en este camino, necesitamos recuperar la capacidad de despojarnos de toda certeza, de toda satisfacción visceral de venganza cuando pase esto o aquello y darle atención a lo que nos convoca a cada uno: ¿qué podemos hacer cada uno, cada una, para reconstruir a partir del dolor? ¿Qué debo exigir y denunciar, no con el propósito de destruir sino con el único objetivo de detener el daño y evitar, de manera sostenible, que se repita? Y además asumir la reparación a las víctimas. Sí creo que no es un tema de manejar excepciones: hay estructuras que tienen que caerse y cosas que deben replantearse desde sus bases más profundas. Dado que el poder está atravesado en todos estos asuntos, tengo serios cuestionamientos de que una tarea así se consiga desde adentro. Pero mal haría en ver a las instituciones eclesiales como una representación de todo lo perdido. Son la sombrilla que cobija la fe que muchas personas guardan como su más preciado tesoro. Sin embargo, es importante tomar consciencia y empoderarnos para actuar. Escribir un comunicado, o solo pedir perdón y expresar dolor es fácil (y perversamente autosatisfactorio).

Yo llamo a las autoridades de la Iglesia:

  • A reunirse con los jóvenes que presentaron la denuncia. O al menos ofrecer su apoyo incondicional a las autoridades que hacen la investigación, haciendo un llamado público a víctimas que no hayan denunciado, para que denuncien.
  • A hacer un llamado en medios de comunicación al Padre Víquez para exigirle que regrese al país y se entregue.
  • A apoyar explícitamente, desde los medios y desde los púlpitos la moción para que se aumente el tiempo en el que prescriban estos crímenes, de diez años tras la mayoría de edad de la persona denunciante, a 25 años.

Antes de que las autoridades de la Iglesia Católica de este país hagan alguna de las tres anteriores (aunque no deberían ser menos que las tres), cualquier otra respuesta me parece mera demagogia.

Solo diré esto: antes pensaba que Dios escribía recto en renglones torcidos. Somos nosotros los que trazamos renglones por los cuales debemos rendir cuentas. En nadie, más que en nosotros mismos, está la posibilidad de rectificar.