Política, derechos humanos, valores familiares, sociedad pluricultural inclusiva. Elegí la plegaria de la serenidad, no con la intención de hacer del podcast un espacio de análisis político, sino como plataforma para observar la responsabilidad individual y colectiva que nos desafía en el contexto histórico en el que estamos inmersos. Sabidurías colectivas, porque creo profundamente en el talento, en la generosidad, en la creatividad de las personas. Porque cuando defendemos activamente la participación legitimada de todas las voces de la comunidad, los expertos dejan de hacer falta: las personas aprenden a enfrentar sus problemas a partir de la empatía y la solidaridad.
Costa Rica hoy es el reflejo de lo que internacionalmente nos ofrece el siglo XXI: lo que muchos critican como «políticamente correcto» se dio la vuelta con venganza. Brexit, Tratado de Paz en Colombia, movimiento conservador religioso en Brasil, Trump en Estados Unidos. Una fuerzaque arremete alimentada con una añoranza por lo tradicional. Y sí, alimentada por el miedo también. Una amiga querida me lo comentó con preocupación hace unos días: los poderes económicos lograron popularizarse a través de las élites religiosas. Las malas prácticas de los partidos políticos ofrecieron la tormenta perfecta. El desánimo y los insultos nos invaden. La desconfianza es tal que la única esperanza es un milagro: un elegido de Dios que, contra toda lógica, logre hacer lo que otros no han podido. Dios estará feliz con nosotros, dicen algunos.
(Que se nos enseñe a evitar hablar sobre política y religión nos llevó a una falta de comprensión sobre política y religión. Lo que se nos debió enseñar fue cómo tener una conversación civilizada sobre un tema difícil).
¿Y el respeto a la democracia? Después de todo, vivimos los resultados de la elección de la mayoría. ¿Qué nos depara este resultado? De mi parte, un profundo respeto por el sistema democrático. Me enorgullezco de la fiesta electoral de mi país: sin armas, sin disturbios, confianza en la credibilidad del proceso. Con la resaca de una Costa Rica profundamente dividida. Hay que jalar la carreta con lo que tenemos.
Elijo dos comentarios que me preocupan:
En una búsqueda rápida: «Las minorías andan jodiendo la paciencia. Porque les tocará el lugar que les corresponde precisamente como minoría. Tendrán que respetar para que los respeten. Y aprendan a no hacer públicos sus actos privados.» (Tomado de un comentario en Facebook).
Preocupante también comentarios del tipo: «vivo en un país de estúpidos, ignorantes, retrógrados… pero que a su vez es el país más feliz del mundo.»
Todos, sin excepción, arrojan el dedo señalador gritándose mutuamente: ¡no me estás tolerando! No creo en el vandalismo ni en las amenazas. Creo que se pueden atacar las ideas sin echar mano de insultos. Yo creo en el respeto a las personas: a todas. No se trata de merecer el respeto, se trata de forjar una sociedad que imponga el respeto como norma. Con sensibilidad a la historia de opresión que han sufrido ciertos grupos y privilegio que han gozado otros. Respeto para todos, desde la sensatez razonable que no ignora el contexto. Como odiamos la palabra «imponer», pero se hace necesario contemplarla. Contémplela conmigo: suena feo tener que imponer algo… pero observemos juntos el fervor, las pasiones, la suspicacia y el odio. Sí, algunos límites nos hacen falta. Límites sanos que protejan la co existencia ante los riesgos reales a los que nos arrastra el fervor.
Y en medio del respeto, la batalla de las ideas. Y me parece bien que sea una batalla encarnizada. Retomo las palabras de una amiga, quién me comentaba: «Aquí lo que defiendo es mi derecho a despreciar este pensamiento, y de hacer uso de las herramientas necesarias para exponerlo, denunciarlo, combatirlo. (…) Haya o no haya chistes o memes, igual el lugar por excelencia que cree tener el fundamentalista religioso es de perseguido. De otra manera, no podría conciliar el choque con la realidad, tiene que gestar una interpretación del mundo en la cual todos están equivocados menos ellos.» Ella me decía con preocupación que si se tratara solo de exposición de argumentos, hace rato se habrían superado las oscuridades de pensamiento que estamos viviendo. «Como no es así», me explicó, «hay que movilizar afectos, pasiones y no-lugares».
Es una invitación difícil la que vivimos hoy. La polarización y la radicalización de pensamiento convierten a la otredad en el enemigo. Yo me resisto. Yo creo que ver al otro como deficiente o como enemigo sería el fin de la esperanza. Creo que el camino del respeto y de la paz deben defenderse hasta las últimas consecuencias. Pero para que eso sea posible, debe validarse la batalla de las ideas. Freud dijo «el día que el hombre lanzó un insulto en lugar de una piedra, nació la civilización.» No creo que sea necesario lanzar insultos, pero sí creo que debe ser válido lanzar ideas incómodas, cuestionadoras, desafiantes sin que eso se equipare con intolerancia. Claro, esto genera mucha suspicacia en personas que antes contaban con el comodín de no tener que defender sus argumentos porque partían del entendido de que sus ideas son verdad absoluta porque sí.
Por supuesto que esto que les comento no aplica para la comunidad empobrecida que no cuenta ni con educación ni con servicios de salud y que pasan hambre. Que encuentran su refugio en votar por quién el liderazgo les indique a cambio de que les ofrezcan alivios inmediatos o espirituales, un acto de esperanza en la obediencia.
Son muchas las personas en esa situación. ¿Es democracia? Todos viviremos con lo que estas masas de gente votan. Son mayoría. ¿Pensaremos que sus votos no son válidos? Son válidos, sin duda. Pero qué trágico que ese sea el único momento en el que tuvieron voz. ¿Dónde está la integración de estas comunidades en las agendas de los gobiernos locales, en el trabajo con y para la juventud? Este momento del péndulo en el siglo XXI, ¿es realmente una manifestación de la democracia, del poder del pueblo? ¿O es una manifestación de la desesperación del pueblo? Pocas palabras me parecen tan antagónicas a la palabra «poder» como la palabra «desesperación».
«Me duele mi país.» Esa frase, quizás trillada a veces, pero que me conmueve profundamente. Encontré ayer el poema de Aline Petterson, del cual pongo abajo solo unos fragmentos:
«Me duele mi país. Me duele hasta las raíces más profundas que me habitan. Me duele verlo dividido entre pasiones muy oscuras. Y así, advertir con impotencia los bordes de un futuro acaso incierto. Me duele ver el ansia de sus ciudadanos respondiendo al llamado de las urnas de una manera nutrida, pacífica, desde un tiempo largo y turbio de ignorancia.
Me duele el alborozo de las mujeres de derecha, que celebran el resultado de estas elecciones. Porque, tanto las mujeres como los homosexuales, como quienes buscan en la educación y la cultura una puerta que permita el libre acceso a este tiempo nuestro, han sido derrotados. ¿Cómo -me pregunto- se alegran de ser ordenados a la obediencia infame que dictan los prejuicios? Y de inmediato me respondo: por ignorancia.»
Me duele mi país en su ignorancia atizada por la moral doble de aquellos que defienden este estado de cosas. Los bienes de la nación deben ser para la «gente decente». Y admiro su eficacia, la eficacia que los vuelve ejército de leones persignados por los mandatos civiles y por el fanatismo que el escaso saber, o querer saber, propicia. ¿Qué gana la inmensa mayoría de pobres? Nada. No gana nada. Si acaso, el emigrar hacia un país con una frontera armada.»
No, la batalla de las ideas no es el paso a tomar ahí. El paso a tomar es la defensa de las necesidades inmediatas y concretas de las comunidades y la apertura y empoderamiento para la participación de todos y todas. Claro, cuyos resultados pueden resultar incómodos e inconvenientes para algunos. Algunos que querrán tenerlos con sus necesidades satisfechas al mínimo, para mantenerlos fáciles de manipular.
Ahora bien, la batalla de las ideas sí tiene un lugar en ciertos contextos de privilegio educativo, de inquietud por el futuro del país. Y hay poder ahí también. Permitamos que las ideas se sostengan o se caigan por su propio peso. No somos pocos los que estamos desconcertados en medio de este torbellino. En su libro «Guía del viajero intergaláctico», Douglas Adams habla de cómo «el presidente siempre es una elección controversial, de carácter enfurecido y fascinante. Su trabajo no es ejercer el poder, sino apartar la atención de dónde el poder realmente está.» (p. 28, traducción mía). No seamos ingenuos… hay fuertes intereses y potenciales ganadores detrás de todo esto. Pero a la vez, no caigamos por ese profundo hoyo de la liebre, en medio de la suspicacia y el desencanto. «Nos vemos en las calles», dijo mi amiga Laura al cierre de uno de sus comentarios.
Alguien más dijo: «si una revolución artística no sale de ésto, apague y vamonós.» Yo lo tomo por el lado optimista: que venga la revolución artística. Que esta pérdida de la inocencia nos arroje a una adolescencia que cuestione, que busque, que pregunte, que se rebele cuando sea necesario. Uno de mis amigos más cercanos escribió ayer: «¿No le gustó el resultado (de las elecciones)? Entonces trabaje por crear el país que hubiera votado distinto.» Ayer conversaba con una de las instituciones con las que hemos trabajado el tema de la Justicia Restaurativa y barajábamos ideas ante esta resaca emocional que nos ha dejado este proceso: ¿cómo hacemos un conversatorio sobre la Cultura de Paz en los tiempos de la polarización? Y sumemos ideas.
¿Cómo hacemos Círculos para escuchar a los que piensan distinto y poner el rostro humano a todos esos adjetivos… a todas esas preocupaciones? Inicié esta tercera temporada con un editorial sobre la plegaria de la serenidad. «Serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que puedo y sabiduría para conocer la diferencia.» Serenidad porque somos muy pequeños para detener el péndulo de la historia. Serenidad, porque esto también pasará. Serenidad porque no es tan simple como que somos malos y buenos y en la complejidad, hay esperanza de que no nos sumamos en una estéril guerra civil ideológica.
Valor para trabajar, para ser nosotros esos ciudadanos que le estamos exigiendo a los políticos que sean. Valor para gritar con arte, con música, con poesía que seguimos siendo humanos. Valor para explicarle a nuestros niños lo que pasa. Valor para poner el cuerpo cuando se amenaza la existencia de uno de los nuestros. Valor para no lanzar la piedra nosotros, por mucho que deseemos hacerlo.
(¿Ah, cómo? ¿Pensaron que yo sabía? … No … no.)
Y la sabiduría… ¿dónde está? ¿Cómo? ¿Pensaron que yo sí sabía? … No… no. Creo en las sabidurías colectivas porque parto de nuestras profundas ignorancias individuales. ¿Se acuerdan del cuento de los ciegos y el elefante? Diré esto: decía una frase por ahí que inteligencia es saber que Frankenstein no era el monstruo y sabiduría era entender que Frankenstein sí era el monstruo. No sé si eso me ayude con una definición, pero pongámoslo así: digamos que sabiduría sea escuchar, cuestionarnos a nosotros mismos, abrazar la incertidumbre y la complejidad. Y nunca, nunca, sacrificar a las personas con tal de tener la razón.