Este año voy a arriesgarme un poco más a creer en este trabajo. El momento histórico y político que atravesamos es abrumador y se me hace claro lo limitada que es nuestra posibilidad para impactar los grandes problemas que atraviesa la humanidad. Cuando Carl Sagan hablaba de esa minúscula mota azul, se me hace difícil no hundirme en ese sobrecogedor sentimiento de insignificancia. Creo en buscar entender la realidad con la valentía de mirarla a los ojos por lo que ella es, aunque ella tenga el rostro de malas noticias. Ahí es donde tuve que sacudirme… ¿a quién le sirve el dejarme arrastrar por la corriente de este río de «realismo»?
Como psicóloga, se me ha formado para creer en el individualismo metodológico, es decir, que es posible generar impactos transformadores desde lo individual. Sí, una parte de mí sabe que eso tiene sentido y que cada persona es un universo complejísimo con capacidad para algún grado de efecto dominó o para el efecto mariposa dentro de su propio sistema de sistemas. Por otro lado, yo arrugo la nariz: puedo reconocer las poderosas fuerzas de la cultura individualista y capitalista del wellness y me lleno de tristeza. Ahora bien, creo que la tristeza tiene un lugar valioso en la existencia y es bueno honrar el espacio que requiere. Pero, como cualquier otra droga, su abuso puede ser síntoma de destrucción. Bien dijo Gilles Deleuze, «la alegría, por tanto, es resistencia, porque no se rinde. La alegría, como potencia de vida, nos lleva a lugares donde la tristeza jamás nos llevaría.»
Como mamá, la alegría es motor y refugio. Los afectos que comparto con mis hijos hacen una diferencia insustituible en sus vidas, después de todo, tengo el terrorífico privilegio de ser un apego primario para ellos y puedo impactarlos de maneras profundas: la vida decidió unirnos en esos lazos tan frágiles y potentes. Así que no, no tengo permiso de bajar los brazos si eso arriesga detonar energías de destrucción en la esfera familiar. No me refiero a una angustia perfeccionista: me equivoco como mamá todos los días (¡TODOS!), pero la alegría de burlarme de mi misma, buscar el apoyo de gente que me quiere y seguir a pesar de los errores… bueno, eso es alegría.
Lo mismo con el trabajo restaurativo. No se trata de técnicas, recetas o fórmulas. Las prácticas restaurativas parten de apostar por crear espacios para el encuentro, la incertidumbre y la escucha profunda: la fe en crear algo desde lo colectivo que no existiría si nos quedamos en lo individual. En definitiva, es un trabajo de alegría, de posibilidades y de arriesgarnos a probar lo que es tener esperanza en conjunto.
Hace un año, cuando le comenté sobre mis ocasionales desánimos, la increíble lidereza indígena, Sheila Watt-Cloutier, me simplemente respondió: «yo no me doy el permiso de ir allí. Hay que continuar el trabajo.» Continuemos el trabajo: encontremos tiempo para el gozo, celebremos los pequeños logros, imaginemos mundos que aún no existen y creamos en las esperanzas grandes y solo posibles en colaboración. Ya lo dijo Úrsula K. Le Guin:
«El ejercicio de la imaginación es peligroso para quienes lucran del estado actual de las cosas, porque la imaginación tiene el poder de demostrar que las cosas, a como son, no son permanentes, ni universales, ni necesarias.» (A War Without End – Traducción libre mía).