«En el momento en el que delegamos en el grupo la tarea de pensar, de discernir y de elegir por nosotros sobre nuestra propia vida y la de los nuestros, perdemos responsabilidad por nuestras acciones («es lo que el grupo considera correcto -políticamente correcto- y no lo voy a cuestionar»). Sobra decir que un montón de personas irreflexivas, irresponsables y agrupadas pueden volverse muy peligrosas.»
Transcripción aproximada:
Escribí esta columna hace un par de semanas, pero quiero retomarla hoy porque he tenido algunas dificultades para traducir adecuadamente el concepto de «identity politics». En el podcast procuro explicar un poco mejor que me refiero a esas políticas dirigidas a la identidad grupal.
Hace algunos meses escuchaba un podcast en el que la persona entrevistada, un político estadounidense muy brillante -me pareció a mí-, mencionó que «siempre votamos como si ésta fuera la última elección de la historia». Él se refería a su propio contexto pero, ciertamente, cada convocatoria a las urnas se siente un poquito como juicio final. El próximo 4 de febrero de este 2018 iremos a votar por el próximo presidente de Costa Rica. Los ánimos están elevados, los fervores están alborotados, la incertidumbre es incuestionable. Y sin embargo, tendremos que buscar la manera de volver a hacer las paces el 5 de febrero (sí, sí, de cara a una segunda ronda, pero al menos con un panorama más dibujado que el que tenemos ahora).
Quisiera poner mi mirada en ese 5 de febrero. Observar con criterio las las divisiones que se han exacerbado a partir de estas campañas. Y las uniones también (unión que lamentablemente surge de hallar un enemigo común, más que de una verdadera búsqueda de construir juntos el presente y el futuro). ¿Cómo le daremos la cara a la persona a la que llamamos retrógrada o cavernícola? ¿Y a aquella a la que le dijimos libertina, pervertida o traidora? ¿Cómo le damos la cara a nuestros niños, niñas y jóvenes? ¿Cómo les hablamos acerca de Cyber Bullying, de respeto, de honestidad, de convivir con quien piensa diferente, en medio de la forma en la que los adultos manejamos los discursos hoy?
Aún estamos a tiempo, cada uno de nosotros y nosotras, de ser la persona que queremos ser en este intercambio de ideas y de propuestas.
Pienso en el lunes 5 de febrero y en qué palabras usaremos para explicarle a nuestros hijos. Esa mañana les explicaremos que ganó o perdió «por el que iba yo». ¿Serán palabras reflexivas, que hablen de Costa Rica, de su gente y de su futuro? ¿O hablaremos de bandos, de «buenos» y de «malos»? Finalmente, en este barco iremos todos, sea quién sea elegido su capitán.
Políticas enfocadas en identidades grupales
El concepto de «políticas identitarias» (o dirigidas a la identidad grupal) es algo que he reflexionado cuidadosamente en los últimos meses. La primera vez que lo escuché con detenimiento, descrito por un neurocientífico en un programa sobre problemáticas sociales, me sentí un poco incómoda. Dentro de ese concepto, él hablaba del peligro social que representan estas identidades y mencionaba a «cristianos», «trans», «liberales» (desde la acepción estadounidense, que no es la misma que la nuestra), «conservadores», «feministas», «trump-supporters«, «ateos», entre otras.
Criticar las «identidades grupales», me pareció a mí, atenta contra algo sumamente importante para la experiencia humana. Después de todo, somos seres gregarios, nos acompañamos y acuerpamos los unos a los otros. Es más, muchas luchas por la justicia, luchas de incalculable valor para la humanidad, se llevan a cabo a través de la unión de grupos de personas, como un componente poderoso y necesario.
Sin embargo, el objetivo de poner estas campañas dirigidas a identidades grupales bajo la lupa de la suspicacia es el siguiente: ¿será posible que el grupo, en lugar de ser una fuente razonable de respaldo se convierta en un sustituto para nuestra propia capacidad para razonar y tomar decisiones? En el momento en el que delegamos en el grupo la tarea de pensar, de discernir y de elegir por nosotros sobre nuestra propia vida y la de los nuestros, perdemos responsabilidad por nuestras acciones («es lo que el grupo considera correcto -políticamente correcto- y no lo voy a cuestionar»). Sobra decir que un montón de personas irreflexivas, irresponsables y agrupadas pueden volverse muy peligrosas.
Claro, esto que describo es el peligro extremo de esta experiencia, que de otra forma, puede ser muy positiva. Identificarme con los demás a través de la nacionalidad, de la espiritualidad, del equipo deportivo, de la apreciación por el arte, o de la lucha por la justicia, es una vivencia hermosa de la vida. Nos invita a la generatividad, llamada así por Erik Erikson (él decía generatividad en lugar de productividad, porque decía que «damos vida» -damos genes- al dejar huella con nuestras acciones). Él mismo hablaba acerca de la importancia de los grupos de pares en la adolescencia para la construcción de la propia identidad: siempre y cuando el grupo no se convierta en LA identidad, lo cual lleva a graves peligros sectarios.
Esa experiencia maravillosa parte, entonces, de que los grupos respeten ciertos principios, como la libre voluntad de los miembros, la propia responsabilidad por las decisiones personales y sus consecuencias, la noción clara de que toda experiencia colectiva, al ser humana, es orgánica y su única constante será el cambio y el continuo ajuste. Según Silvan Tomkins, los grupos sanos son los que maximizan los afectos positivos, resuelven los afectos negativos y expresan emociones libremente. Para que esto sea posible, la capacidad de autorreflexión, la libertad, la autocrítica y la escucha empática son elementos clave.
En la era en la que vivimos, los caminos hacia la polarización se han demarcado de forma importante. Así que el peligro del extremo que mencioné anteriormente está más presente y es posible observarlo con triste frecuencia. El miedo ha jugado un papel crucial. Esto ha exacerbado la necesidad de radicalizar el pensamiento colectivo y de enaltecer la identidad política como la identidad principal de la persona: dejamos de ser Claire, Helena, Juan Carlos, para ser «activista», «cristiano», «progresista». Y con la identidad política, el fervor «disque-religioso» (que no es exclusivo para las religiones; puede observarse también en personas que luchan por causas sociales nobles y justas, pero desde la agresión) el celo apasionado por la propia convicción que «justifica» el ataque al otro.
Mi identidad personal, tengo la suerte de decirlo, está llena de colectividades: relacionadas con la familia, personas con las que comparto la reflexión sobre la fe, el trabajo, las causas con las que me he venido comprometiendo con los años. Pero ante el cuestionamiento o crisis de cualquiera de esas identidades, siempre debe existir «el chofer designado»: una Claire que sea, por sobre todo, persona individual, responsable y abierta a la posibilidad de entender la situación de la otra persona, cuya identidad es distinta a la mía.
Se trata de la libertad y la empatía. Ser más empática y compasiva es una invitación difícil y maravillosa de aceptar. Con más frecuencia de la que me gusta reconocer, tengo que esforzarme para no declinar: la vida me da incómodas oportunidades para salir de mi zona de confort, negar mi orgullo y entender la experiencia de gente que no entiendo. La empatía de por sí me cuesta. Pero sería mucho más difícil si renunciara a mi responsabilidad por mi propia libertad; si tuviera la escapatoria de tener que «pedir permiso» o anteponer mi identidad política o colectiva cada vez que esa invitación se me presenta. Así tendría una excusa («es que esos no son de los nuestros», «es que no se nos permite», «es que nosotros no creemos en eso», entre otras excusas). Porque la invitación, finalmente, es individual, libre y personal.
Los ciegos y el elefante
Creo que fue en el almanaque Escuela para Todos en el que alguna vez, de niña, vi el cuento de los ciegos que encuentran un elefante y, tocándolo, no se ponían de acuerdo acerca de cómo era.
«-¡Es como una hoja de palma!», decía uno, tocándole la oreja.
«-¡Estás loco! Es como una pared», respondió el segundo, tocando su torso.
«-Ustedes están dementes. Es como una serpiente», contestaba otro, refiriéndose a la trompa.
Lo curioso es que, cuando repito esta parábola, algunas personas se sienten molestas, ya que la posibilidad de que su entendimiento de las cosas sea parcial (pues la moraleja es que todos estamos viendo partes diferentes de algo más grande), es injusto y ofensivo.
Yo no sé.
Sólo sé que la vida se irá haciendo cada vez más complicada si tenemos suerte. Porque me temo que, si se vuelve más y más simple, es porque decidimos conformarnos con cerrar los ojos a la complejidad y optamos por determinar la realidad mediante la visión de túnel que nos convenga. Ha quedado comprobado que con una dosis adecuada de poder y dinero -con la dosis adecuada de miedo-, negar la ciencia es viable, establecer el dogma como norma es posible y hacerle creer a las masas lo que cierto grupo quiera que crean es realizable.
Neo oscurantismo, le dirían algunos.
De mi parte, añoro la incómoda complejidad.
De aquí a cuatro años
Seguiremos teniendo una Costa Rica con la necesidad de subsistir en la economía internacional y de desarrollar el potencial de las personas. Necesitaremos enfrentar el crimen organizado, que es cada vez más organizado (sí, sé que suena redundante), manejar las implicaciones económicas, agropecuarias y humanas del cambio climático, seguir siendo un país que recibe inmigrantes y del cual cientos de miles de costarricenses emigran y viven en el extranjero. Seguiremos quejándonos de políticos inútiles y hablando de la importancia de la educación. Aquellas poblaciones con las que nos es difícil convivir, ¡sorpresa!, no desaparecerán. Seguiremos siendo un país pluricultural, con personas de diferentes religiones, convicciones y estilos de vida, buscando la manera de convivir en armonía y con mutuo respeto. Estaremos mejor en algunas cosas y peor en otras. Y haremos esto mismo que estamos haciendo ahora otra vez.
Así que actuemos como si supiéramos que éste no es el último «round», como si tuviéramos conciencia de que tendremos que volver a encontrarnos, para hacer esto nuevamente en el futuro. Qué bonito que jugáramos limpio, porque la vida da muchas vueltas y algún día me puede tocar cosechar lo que estoy sembrando hoy.
¿Qué le decimos a los niños?
Regreso al inicio. Pienso en el 5 de febrero. O el lunes después del domingo de Resurrección (sí, ese día será la segunda ronda). Espero poder explicarle a mis hijos desde el «a mí me parece», en lugar del «nosotros somos». Pues porque no voté en colectivo. Vota cada quien y deberé ser responsable por mi decisión. Delegar en la identidad colectiva mi responsabilidad personal me parece mal sano.
Por supuesto, no estoy diciendo que rompamos con nuestros grupos. Claro que no. Reunirnos para compartir ideales es maravilloso. Lo que sí estoy diciendo es que las campañas políticas dirigidas a identidades grupales pueden volverse peligrosas: nublan el juicio, diferencian a quien -seamos honestos- nunca fue tan diferente y justifican la violencia. Yo creo que dada la oportunidad, cada uno de nosotros, Helena, Claire, Andrés, puede rebuscar en sus propias convicciones, definir ese «chofer designado» y abrirse al discernimiento, a la empatía, a la reflexión y -¿por qué no?- al amor.
Creo que dado un espacio libre y seguro, las personas tenemos mucha capacidad y sabiduría. Y tomamos buenas decisiones. Votar con inteligencia el 4 de febrero es sumamente deseable pero insuficiente. Tenemos que dar más. En nuestro trabajo, en nuestra familia. Cuando estos fervores electorales se disipen, ¿qué ciudadanos seremos? Actuemos con sabiduría hoy y todos los días que vienen. Hay mucho en lo que podríamos estar haciendo de éste un mejor país, más allá de la política.