«Esta es una era mediática e interconectada sin precedentes. Es como si todos y todas fuéramos espectadores. No. No somos espectadores. Somos testigos. Eso conlleva un compromiso. Atestiguar compasivamente no implica únicamente abstenernos de los vicios que conlleva la era tecnológica del nuevo milenio. Implica una acción comprometida, transformadora, no violenta pero sí valiente y coherente.»
Durante las últimas dos semanas, quise dedicarme a hablar sobre el concepto de «Atestiguar Compasivamente»: esta decisión de observar y actuar sobre nuestra realidad para transformar y no exacerbar la violencia. Había pensado en hacerlo en tres partes: la primera sobre la relación compasiva con uno mismo (que no, no es lo mismo que la autocompasión). Segundo, la escucha activa, el atestiguar compasivamente sin resolverle los problemas a las personas (que no, no es pasividad). Hoy quería hablar sobre cómo hacemos esto desde nuestra participación cívica y comunitaria. Cómo observamos la violencia y nos hacemos partícipes como ciudadanos, pero sin incurrir en violencia nosotros mismos. Creo que más que una afirmación, es una pregunta.
Y entonces el fin de semana pasado trascendió lo que se está viviendo en Nicaragua. Mi mamá es de Estelí. Hemos pasado al pendiente de las noticias y muy consternadas. Manifestaciones de universitarios contra las reformas al seguro social han decantado en aproximadamente 30 personas fallecidas en cuatro días. La respuesta del pueblo nicaragüense hizo que Daniel Ortega revocara esta reforma la tarde del domingo pasado, 22 de abril. Pero el gigante ya había despertado. Posiblemente llevaba despierto un buen tiempo, pero ya había cobrado impulso.
Debo decir que no soy nicaragüense ni estoy en Nicaragua. Hablo desde la comodidad de la seguridad y el privilegio. Mis niños duermen pacíficamente en el cuarto de al lado. Sería cierto decir que no tengo nada qué aportar al respecto. Nada excepto lo que he venido diciendo desde hace quince días: nuestra humanidad común nos confronta a todos. A todos. Inclusive a la mamá costarricense que no sabe cómo encontrarse con las raíces dolidas de la patria de su madre.
El domingo, atenta a todos estos acontecimientos, fui a recoger a mi mamá para que me acompañara a hacer una diligencia junto con mis hijos. Fui con el propósito de no tocar el tema de Nicaragua, atemorizada de lo mucho que podría impactarla. Mami no había terminado de saludarme cuando me dijo: «¿has oído lo último?» Los mensajes le llegaban incesantemente. Mis primos se pronunciaban en las redes, la prima de mami le enviaba constantemente audios con los clamores de auxilio de jóvenes encerrados en iglesias y en policías municipales. Mami me explicó lo que son las turbas y cómo los comandantes de la Unidad de Resistencia Nacional enviaron, desde las montañas, un comunicado pidiéndole a las madres -¡a las madres!- de los integrantes de las turbas que los disuadieran de no seguir haciendo estas barbaridades, caso contrario se convertirían en objetivos militares al igual que el Ejército y la Policía Sandinista. A mí todo esto me sonaba a guerra.
Cuando por la tarde escuchamos que Daniel Ortega revocaba la reforma a las pensiones, mis papás y yo nos sentamos alrededor de la mesa a pensar si esto sería el fin. Pensamos que no.
El obispo Silvio Báez dijo hoy en CNN que el diálogo es muy difícil en Nicaragua, una tierra en la que hay tanta historia de violencia. Un escenario en el que el diálogo puede ser una estratagema de los grupos de poder para ganar tiempo.
Atestiguar compasivamente es un acto de escucha activa y una invitación a la memoria. ¿Cuál es el trauma histórico y personal de nuestra generación y las anteriores? Esas heridas que desde lo biológico y psicológico, llegan a lo familiar, a lo comunitario y a lo político. Mi abuela fue Somozista con dos hijos que pelearon con los Sandinistas. Uno de mis tíos perdió su brazo en la guerra. Mami no hablaba de eso con nosotros sus hijos. Nos comenzó a contar cuando ya éramos mayores. Creo que quería protegernos.
Estamos viviendo épocas de desesperanza que tocó fondo y mutó en desesperación. Los y las jóvenes nicaragüenses son un claro ejemplo. Los y las jóvenes de las protestas en Estados Unidos contra las armas son otro ejemplo. Este grupo de Parkland, Florida, que inspiró la frase «cuando los líderes actúan como niños y los niños actúan como líderes, sabés que el cambio viene.» Estos mismos muchachos y muchachas que inspiraron un movimiento, desde su posición de privilegio: desde su clase socioeconómica media y media alta; desde su blanquitud. No temen admitirlo: dijeron a la revista Times que están dando el espaldarazo y el impulso a otros muchos grupos de jóvenes que los anteceden en importantes luchas sociales, pero que no han captado la atención y el apoyo que a ellos les regaló su posición privilegiada.
Y es que en medio de la crisis tenemos la oportunidad de hacer esa indagación apreciativa: ¿dónde está el talento, la generosidad y el valor? ¿Ese que esperábamos en los adultos y no apareció? ¿Ese que no anticipábamos en los güilas y que nos revolcó a todos?
Y la curiosidad de involucrarnos. Es arriesgado involucrarse, más allá de opinar hechos pequeñitos detrás de un celular, creyéndonos que nuestro ridículo vocerón de helio es grande. Solo somos un montón de payasos. Hacer preguntas en lugar de dar cátedra.
Vi una y otra vez el hashtag #queserindatumadre y yo no lo entendía bien. Un primo mío, Álvaro, lo supo explicar muy bien. Leo las palabras que nos compartió:
“Que se rinda tu madre”
El 15 de enero de 1970, más de 200 guardias somocistas rodearon la casa donde estaba una célula guerrillera del Frente Sandinista de Liberación Nacional, junto al Cementerio Oriental de Managua. Llevaron granadas, una tanqueta, un helicóptero…Y dispararon hasta destruir la casa. Fueron tres horas de intenso fuego. Miles de personas vieron aquel combate desigual.
El párroco del barrio Larreynaga, padre Francisco Mejía, fue al lugar y pidió a la guardia: “¡Respeten sus vidas!…” Por eso cayó preso y fue torturado. La guardia se llevó de la casa más libros que armas. También se llevaron la Biblia de Leonel Rugama. En la casa sólo había tres muchachos: Róger Núñez Dávila, 18 años, Mauricio Hernández Baldizón, 19 años; y Leonel Rugama Rugama, 20 años.
Charneleados, heridos, desangrándose, cantaron el himno nacional. Y cuando la guardia
les gritó: “¡Ríndanse!”.
Rugama rugió su último poema: “¡Qué se rinda tu madre!”
Yo me conecto con esa historia. Porque admiro ese valor, aunque no lo identifico en mí. No sé si lo tendría. Me conmueve y me duele.
Preguntar, preguntar, preguntar: ¿qué es lo que pasa? ¿a quiénes impacta? ¿cuál es la historia que viene detrás? Transformar y no exacerbar la violencia comienza por resquebrajar nuestro cascarón de indiferencia. Asumir las conversaciones difíciles y desapegarnos del salvavidas de lo políticamente correcto, de tener certeza de tener razón o de escondernos detrás de afiliaciones o dogmas. Es la tentación en estos tiempos de megáfonos mediáticos: adherirme solo a lo popular, a lo infalible o a lo que sigue mi grupo o partido.
Yo apelo a esa humanidad común: a que apostemos por la curiosidad, por la empatía, por la justicia y por la valentía. Valentía también para reconocer la propia ignorancia y en medio de ella, mantener vivo el tema, aprendiendo todo lo que se pueda de camino. Y así ganarle la partida a la indiferencia. No tardarán en surgir opciones de acciones concretas con las que podríamos participar. Grandes o pequeñas.
Valentía para hablar sobre lo que pasa con nuestros hijos. Mi mamá quería protegernos. ¿No querré yo proteger a los míos? ¿Pero acaso no preferimos que vayan exponiéndose al mundo que nos toca vivir cuando aún nos tengan, para explicarles, para defenderlos, cuando aún podemos llevarlos de la mano?
Valentía para reconocer la contradicción y navegarla. Sin negar nuestra humanidad. Valentía para hacer las preguntas difíciles y no conformarnos con preguntas retóricas. Sonarán muy bien y tendrán su toque de drama. Pero no son suficientes. La pregunta invita a una respuesta. Sí, falible, temporal, sujeta a cuestionamiento. Pero debemos responder.
Esta es una era mediática e interconectada sin precedentes. Es como si todos y todas fuéramos espectadores. No. No somos espectadores. Somos testigos. Eso conlleva un compromiso. Atestiguar compasivamente no implica únicamente abstenernos de los vicios que conlleva la era tecnológica del nuevo milenio. Implica una acción comprometida, transformadora, no violenta pero sí valiente y coherente. ¿Cómo le damos la talla a nuestro siglo desde nuestra cualidad humana y no desde nuestra carencia? ¿Cómo sacamos el pecho para ser mejores en medio de tanta perversidad y desesperanza?